La acunaba en sus brazos mientras leía en
voz alta un capítulo de su libro favorito.
Antes de terminar el capítulo ya se había
dormido. Sin duda, había sido un día duro para ella.
Dejó el libro sobre el sofá y la tomó en
brazos.
A duras penas y tambaleándose la llevó,
con sumo cuidado, al dormitorio. Al llegar, la tumbó con toda la delicadeza
posible sobre la cama y la arropó con el mismo mimo con el que lo había hecho
otras noches.
Y permaneció allí, junto a ella; sentado
en el borde de la cama, contemplándola.
Él veía más allá de su rostro demacrado
por el tiempo, del canoso cabello que caía cual velo sobre sus hombros. Seguía
siendo la mujer que le enseñó el significado de amar y ser amado. Esa mujer que
siempre le ha cuidado; que siempre ha estado con él, tanto en lo bueno como en
lo malo.
Y aunque ese maldito mal haya conseguido
que olvidara incluso su rostro, él siempre estaría a su lado. Mirándola como el
primer día, amándola como siempre.
La mujer abrió los ojos y sonrió al
verle. Parecía estar bien. Por un instante, sólo un instante, quiso creer que
volvía a ser ella. Pero de sus labios salió esa desoladora pregunta: -¿Quién
eres?
Él no pudo evitar que una lágrima se le
escapase, acarició su pelo y la contestó justo antes de besarla: -Para mí, eres
perfecta.