Golpeaba con su bastón en el suelo.
Parecía inquieto, quizá algo nervioso. Esperaba pacientemente a que abrieran la
puerta y le dieran paso al gran salón de actos.
Se pasó los dedos por el bigote, como si
lo estuviera peinando, y, seguidamente, se pasó la mano por el cabello.
Su gran momento se acercaba y, pese a no
ser la primera vez, sentía cómo su estómago se encogía por momentos, cómo el
sudor frío le calaba la espalda y cómo no podía evitar que sus manos temblaran.
Tomó aire lentamente y lo exhaló de una sola vez al ver abrirse las puertas
frente a él.
Entró con paso lento directamente a la
zona del escenario. El gran salón de actos estaba completamente lleno. Incluso
había gente sentada en el suelo frente al patio de butacas y de pie en la parte
final de la sala. No cabía un alma más. Todos esperaban las palabras del Doctor
Thompson.
Su colega, el Doctor Freeman, estaba
terminando su breve intervención y pronto le dejaría exponer las conclusiones
sobre su reciente investigación.
Freeman fue aplaudido al término de su
conferencia. Tras pedir calma a los asistentes, le cedió el turno. Thompson tragó
saliva y se acercó al atril ante la atronadora ovación de todos los asistentes.
Miró de un lado a otro de la sala. Su
vista le dio para ver su propio reflejo en las gafas de uno de los espectadores
de la primera fila. Después alzó la mirada para ver los focos que le
iluminaban, los cuales desprendían un calor insoportable. Bajó de nuevo la
vista al patio de butacas. Parecía buscar a alguien entre el público, pero
estaba completamente seguro de que no estaba allí.
Tomo de nuevo aire y, antes de comenzar
la conferencia, miró de reojo al Doctor
Freeman.
-Señoras y señores –se dirigió, alzando
la voz, al patio de butacas-. Ante todo, quería agradecerles el que estén
asistiendo a esta importante conferencia. Sé que muchos de ustedes han dejado
sus quehaceres rutinarios a un lado para poder acudir a escucharnos al Doctor
Freeman y a mí. –Se detuvo. De nuevo, buscó con la mirada, pero pronto bajó la
vista al atril al comprender que no iría. Se apoyó con ambas manos sobre el
atril, dejando a un lado el bastón, y prosiguió con su discurso-: Como todos
saben, el Doctor Freeman y yo, hemos estado trabajando conjuntamente en un
ambicioso proyecto en los últimos años. Proyecto que abría un amplio abanico de
posibilidades ante las enfermedades que
acechan a nuestra sociedad. –Tomó aire y miró, con gesto serio, al Doctor
Freeman-. Es mi deber comunicarles que, dicho proyecto, queda totalmente
cancelado.
Los asistentes no
pudieron evitar clamar ante tal declaración. Incluso su colega, el Doctor
Freeman, parecía desconcertado al escucharle. Pero se mantuvo impasible a la
espera de una explicación coherente.
Thompson, por su parte,
tras dar la fatídica noticia, levantó las manos pidiendo calma, y entonces, la
algarabía pasó a ser un leve murmullo. Un murmullo que parecía acomodarse en el
salón de actos, que invadía todo y que penetraba duramente en el Doctor
Thompson.
Sólo cuando todo se hubo
calmado, prosiguió explicando los motivos por los que se cancelaba la
investigación.
-No podemos jugar a ser
dioses –sentenció-. No somos dioses. Es imposible, a la vez que inmoral, crear
una vacuna para eludir a la muerte. Podemos curar algunas enfermedades, pero no
alargar la vida indefinidamente. -Explicó ante la atenta mirada de todos-. La
ciencia nunca llegará a estar tan avanzada como para conseguirlo y si me equivoco,
la sociedad humana será la causante de su propia destrucción.
Un imponente silencio se hizo
en la sala. Las palabras de Thompson habían caído como una bomba entre los
asistentes, pero realmente, tenía razón. Todos lo sabían, incluso el Doctor Freeman
a pesar de no entender la cancelación del proyecto.
La prensa se echó
rápidamente sobre Thompson al ver que tomaba su bastón para disponerse a salir
de allí.
-Lo siento, no haré
declaraciones –espetó dirigiéndose hacia la salida.
El Doctor Freeman salió
tras él al ver que se marchaba. Él sí tenía preguntas que hacerle.
Le vio avanzar por el
pasillo, con paso ligero, cuando Freeman llamó su atención. Thompson dejó de
caminar pero no se volvió hacia él.
-¿Por qué lo has hecho?
–le increpó Freeman cuando caminaba hacia él. Sus pasos se oían a lo largo del
pasillo-. Habla, Thompson. ¿Por qué lo has hecho?
Thompson se giró
lentamente hacia él. Le miró. Parecía pensar concienzudamente lo que decirle a
su colega. Le echó un vistazo de pies a cabeza para terminar mirándole
fijamente a los ojos.
-Sabes tan bien como yo
que este proyecto no es viable. Lo sabíamos desde antes de comenzar –le
explicó.
-Pero lo conseguimos.
Incluso la fase experimental con animales fue todo un éxito. Hemos tenido en
nuestras manos la panacea, el elixir de la vida eterna.
-Y después, ¿qué? –le
preguntó Thompson.
-Salvaríamos miles, no,
millones de vidas.
-Sí. Y después, ¿qué?
–insistió Thompson. Guardaron silencio. Freeman no sabía a dónde quería llegar
Thompson con todo aquello-. Nadie enfermaría, nadie moriría. La tierra se superpoblaría
y acabaríamos con todos los recursos en cuestión de años. Como he dicho,
nosotros mismo aniquilaríamos nuestra especie.
-No tiene porqué ser así
–espetó enseguida Freeman-. Siempre podemos limitar el consumo del suero o
venderlo a…
-¿A un coste que tan sólo
los más privilegiados puedan pagar? Eso empeoraría las cosas, ¿no crees?
-No tiene porque
–insistió Freeman.
-Claro que sí. ¿Acaso tú
no harías lo que fuera por una panacea para salvar la vida a algún familiar?
Habría guerras. Los más poderosos tendrían el control sobre la panacea, y a su
vez sobre todos aquellos que la necesitaran. El pueblo se levantaría contra
ellos para conseguir la tan preciada panacea. No crearíamos un remedio sino una
causa.
Freeman enmudeció al
escuchar a Thompson. Realmente tenía toda la razón. El ser humano es egoísta y
manipulador hasta niveles insospechados. Este remedio no se podría utilizar con
toda la población, pero tampoco con unos pocos.
-Podríamos haberlo tenido
todo –murmuró Freeman.
-También podríamos perderlo
todo –le contestó Thompson mientras ponía la mano que tenía libre sobre el
hombro de Freeman.
Thompson sonrió sabiendo
que su colega estaba de acuerdo con lo que le explicó. Todo quedaba en calma,
como debía ser. Apaciguado, se giró y caminó hacia el final del pasillo para
volver a casa.
Cuando apenas le quedaban
unos metros para salir del pasillo. Freeman volvió a llamar su atención.
-Ya no cojeas Thompson
–le gritó desde el mismo lugar donde habían conversado. Thompson permaneció
inmóvil, como esperando alguna palabra más de su colega-. La has probado
contigo, ¿verdad?
Thompson bajó la vista al
suelo, apuñó con fuerza el bastón y continuó caminando hacia el final del
pasillo sin pronunciarse al respecto.
Hacía ya largo rato que
había regresado a casa. Estaba sólo, sentado en una de las estancias de la casa
apenas iluminada por la débil llama de una vela.
Había descorchado una
botella del mejor coñac que tenía. La había guardado para una ocasión especial
que bien sabía que no llegaría. Fue generoso al servirse la bebida.
Inclinó la cabeza
observando el sutil movimiento del delicado humo que provenía del enorme puro
que estaba fumando. El frágil humo se dispersaba inevitablemente por la
habitación. Se inclinó hacia la mesa, tomó una pluma y continuó escribiendo:
“No le reprocho, Señorita Elena, que no siguiera a
mi lado en el peor de los momentos. Debe saber que no la responsabilizo de
nada. Es una mujer inteligente y sabe cuando alejarse.
Hago constar que esto que me dispongo a hacer no
es más que un favor para conmigo y para con quienes me rodean.
El doctor Freeman y yo hemos llegado demasiado
lejos en nuestras investigaciones. Hay cosas que, aunque se puedan, no deben
hacerse. Y la panacea universal es una de ellas.
No deseo, ni puedo, vivir eternamente en soledad.
Y sé que esta es la única forma de evitarlo. Perdonadme, por favor.”
Dejó la pluma sobre el
papel y permaneció inmóvil, con la mirada fija en la titilante llama de la
vela. Por su indolente rostro apenas cayeron unas cuantas lágrimas que se
precipitaron mojando el papel. Estaba decidido a hacerlo. Había tomado la
decisión mucho antes de pensar en cancelar el proyecto. Lo decidió apenas
comprobó el resultado satisfactorio del suero. Ya nada podría evitar que lo
hiciera.
Thompson apuró el vaso de
coñac y apagó el puro. Tomó una pequeña caja de madera que había sobre la mesa
y de su interior sacó un pequeño revólver. Lo observó con detenimiento. Nunca
se había disparado. El metal relucía, limpio, perfecto. La madera de la
empuñadura permanecía intacta, como el primer día.
Volcó la caja y las balas
que había en su interior cayeron sobre la mesa. Cogió una de las balas y la
miró por un instante. El temor y la duda se apoderaron de él. Parecía que le
costaba respirar. Pero tras permitirse ese momento de duda, colocó la bala en
el tambor. Cargó por completo el revólver con cuatro balas más. Aun quedaban
unas cuantas sobre la mesa.
Sacó un viejo reloj del
bolsillo de su chaleco, miró la hora y lo volvió a guardar. Echó un último
vistazo al revólver. Respiró hondamente, apaciguado, y no pudo evitar sonreír.
Ella sería su último recuerdo.