domingo, 27 de noviembre de 2016

El día que me tocaron la cara

Creo que fue hace dos meses, no lo recuerdo muy bien. Llegaba al centro de Madrid, por donde tanto me gusta pasear. Me bajé unas paradas antes de lo que solía hacerlo porque me apetecía disfrutar de los Jardines de Sabatini, la tarde invitaba a ello.
Complacidos mis sentidos y apaciguado mi ánimo, atravesé la Plaza de Oriente para llegar a Sol por la transitada calle Arenal. Llevaba los cascos puestos, como de costumbre, y me movía rápido entre la muchedumbre al son de la música que estos me entregaban. No tardé en llegar al corazón de todo un país que había entregado tantas historias, tantos momentos. Un lugar emblemático que bullía con el ir y venir de la gente que se paraban a ver el efímero espectáculo que ofrecían los artistas de la calle.
Mis pasos no se detuvieron demasiado allí. Tomé la viva calle Preciados hasta dar con la magnífica Callao, robando, como casi siempre, el protagonismo a la siempre brillante Gran Vía. Debía haber algún evento en el teatro que lleva su nombre. No lo sé. Lo cierto es que no me reparé demasiado en ello.
Después de haber alzado la vista hacia los altos edificios del lugar, decidí continuar mi camino. Raudo, contagiado por el frenético caminar de quienes me rodeaban, transité la famosa Gran Vía madrileña dejando atrás teatros, cafés, comercios y personajes ilustres, y no tanto, que por allí suelen deambular. Creo que sonreí al encontrarme con Cibeles y contemplar los majestuosos edificios que allí se alzan. El palacio de Linares servía como fondo para una fotografía espectacular que a ojos de cualquiera puede resultar un privilegio observar.
No era muy tarde, pero decidí volver sobre mis pasos hasta Callao. La caída del sol se estaba produciendo cuando decidí que era el momento oportuno para ver el atardecer desde uno de esos lugares que te regala la ciudad para tales fines. Y fue esa decisión la que me llevó a vivir una de esas experiencias que, no es que te cambien, pero sí logran modificar en algo el ser de las personas.

Me encontraba a las puertas del famoso centro comercial sito en Preciados, dispuesto para subir a su novena planta y disfrutar de las vistas que ésta regala. Alguien entró por una de las puertas que daba acceso al centro comercial y no sujetó la puerta, golpeando a la persona que iba justo detrás. La persona calló al suelo. Puede parecer exagerado, una acción desmedida por parte de la persona que fue golpeada si no obviamos el detalle de que esta persona es ciega y no vio la puerta venir.
El hombre, aturdido por el golpe y desorientado por la caída, movía las manos por el suelo buscando sus gafas oscuras y su bastón. Una acción que me retrotrajo a una situación que, más o menos parecida, viví en su día y que me hizo empatizar con esta persona. Enseguida tomé del suelo las gafas y el bastón y, poniendo la mano sobre su hombro, le dije que no se preocupara, que yo los tenía. Por supuesto le ayudé a levantarse. Nadie más hizo nada salvo acercarse a preguntarle si se encontraba bien. Nadie esperó; todos tenían demasiada prisa.
Yo, por mi parte, aún con el bastón y sus gafas en mi poder, me acerqué a él, tomé su mano y se los di, sabiendo que para él eran sus ojos y la máscara con la que quizá trataba de tapar su desgracia para evitar miradas impertinentes. Pero yo sí le miré a los ojos. Los movía con rapidez, quizá intentado ubicar algo con la vista que no podía ver. Un reflejo innato que mantenía después de todo. Se puso las gafas de inmediato mientras, un tanto nervioso y avergonzado, me daba las gracias.
Abrí la puerta y entramos juntos. "¿Dónde vas?", le pregunté. "A la novena", contestó él. Fuimos juntos hasta el ascensor y pese a que le ofrecí mi ayuda llevándole del brazo, extendió su bastón y sonriendo me dijo: "No te molestes, yo puedo." Yo puedo. ¡Qué poder otorga esa frase! Debo reconocer que no le ofrecí mi ayuda porque le viera incapaz de llegar al ascensor sino más bien por puro reflejo. Por ese instinto inculcado por la educación que me dieron mis padres de ayudar a los demás.
Una vez llegamos a la novena planta en un ascensor abarrotado, él fue quien tomó mi brazo y con voz clara y rotunda me dijo que me invitaba a tomar una cerveza donde "El Perro". ¡Vaya! Justo al lugar al que yo iba.
Ya frente a la cerveza mantuvimos una interesante conversación en la que me contó que una enfermedad degenerativa de la retina le había privado de la vista poco a poco. Hacía unos 12 años que era invidente y, pese a que había conseguido manejarse bastante bien, aún se estaba adaptando. Me dijo que le ofrecieron un perro guía, incluso una especie de asistente los primeros meses que le ayudara hasta que se adaptase a su nueva situación, pero él los negó. "¿Y qué iba a hacer cuando no tuviera a nadie que pudiera ayudarme? Tenía que aprender valerme por mí mismo o dependería de alguien lo que me quedara de vida." Me contó que vivía solo. Sus padres ya habían fallecido, era hijo único y no tenía ni pareja ni hijos. También me dijo, con cierta tristeza, que tan sólo le quedaban un par de buenos amigos en los que confiar. El resto le había ido abandonando a medida que la enfermedad iba avanzando privándole de la vista. "Supongo que la mayoría pensó que no les podría seguir el paso, así que empezaron a hacer planes sin mí y cada vez nos fuimos distanciando más hasta ese punto en el que dejamos de hablarnos." Continuamos hablando sobre temas tan dispares como el trabajo, la música, el fútbol e incluso de cine. Era un gran cinéfilo pese a estar ciego. "Quizá me pierdo gran parte de la información de una película por un lado pero la recupero por otro. La disfruto de otra manera." Le gustaba el cine de acción y el bélico porque por los sonidos se imaginaba cómo podrían ser esas peleas o batallas que no podía ver.
Acabadas nuestras cervezas, sacó su pequeña cartera y tanteó con los dedos el dinero que le había pedido el camarero. Me resultó fascinante ver cómo lo hacía. Cómo pasaba sus dedos por los billetes y por el canto de las monedas de tal forma que parecía que lo estaba viendo.
El sol ya casi se había ocultado en el horizonte cuando le dije, sin haber caído en la cuenta de lo desafortunado de mi comentario, que me acompañara al mirado a ver desde allí la puesta de sol. Ante mi incómodo e inmediato silencio, él comenzó a reírse y aceptó acompañarme.
Ya ante el ventanal, con una vistas panorámicas impresionantes de la ciudad frente a nosotros, le confesé que yo también tenía problemas de vista y que mi mayor miedo era quedarme ciego. Él se quedó en silencio durante un instante y luego me dijo que quedarse ciego no suponía el fin sino un nuevo comienzo, que sólo había que aceptarlo y adaptarse. "Todas las mañanas, frente al espejo de mi casa, el espejo en el que me había mirando tantas veces, me decía: ¡Yo puedo!" Me dijo que, pese a que sus amigos le habían dado la espalda, él no había dejado de hacer todo aquello que le gustaba. No ver no sería un impedimento para disfrutar de las cosas buenas que puede ofrecer la vida.
Una vez el día dio paso a la noche, nos dirigimos de nuevo al ascensor y bajamos a la primera planta. Allí, justo antes de despedirse de mí, me preguntó si podría tocarme la cara para saber cómo era. Pese a que en un principio pensé que podría resultar incómodo, acepté porque también debía ser toda una experiencia que alguien te mirara a través de sus manos. Me quité las gafas y, con suma delicadeza, más de la que nadie había empleado nunca para tocarme, posó sus manos sobre mi cara y comenzó a tantearla con los dedos. Debo reconocer que fue una de esas sensaciones que se deben tener al menos una vez en la vida. Al término me dijo sonriendo que era tal cuál imaginaba. Luego, se despidió de mí con un fuerte apretón de manos, una gran sonrisa y un ¡Hasta la vista!.

Fue volviendo a casa cuando tuve oportunidad de meditar sobre mi conversación con aquel hombre. Algo hizo "click" en mí. No sólo me había invitado a tomar una cerveza sino que me había dado una lección que necesitaba aprender. No debía ahogarme en los vasos de agua que yo mismo llenaba. Tenía que disfrutar de todo lo que se me ofrecía sin más. Debía hacer planes, cumplir objetivos y tratar de ser feliz con todo cuanto tenía y había conseguido. Y desde ese momento, siempre que me tengo que enfrentar a una situación difícil pienso: ¡Yo puedo! Y puedo. Y lo consigo. No con el fin de demostrar nada a nadie sino para sentirme bien y orgulloso de mí mismo.
No hay que tener miedo al cambio. Todos los comienzos son difíciles. Y todos podemos superar cualquier reto sea cual sea.

Pese a que he ido mucho por allí no he vuelto a tener la suerte de coincidir con él, pero ojalá, espero, algún día, nos volvamos a ver.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Querida chica del abrigo rojo

Querida chica del abrigo rojo, hace dos días me crucé contigo. Era de noche. Una de esas noches sin luna en la que unas pocas estrellas luchaban por hacerse notar en el cielo de Madrid. Yo iba a casa de mi tía, no recuerdo muy bien a qué. Hacía el mismo trayecto que otras tantas veces. Iba por la calle del colegio y tú salías de una de esas estrechas callejuelas que hay entre los bloques, justo detrás de la plaza de la iglesia. En esta ocasión no llevaba puesto los cascos, no me apetecía escuchar música.
Querida chica del abrigo rojo, te escuché. Hablabas por el móvil con alguien, o quizá hacías con que hablabas. Vi cómo apretabas el bolso contra ti y me lanzabas una mirada fugaz mientras soltabas palabras malsonantes y rudas al viento, quizá con la intención de que las escuchara.
Querida chica del abrigo rojo, caminabas rápido, seguro que mucho más de lo que lo haces a plena luz del sol o yendo acompañada. Mirabas de un lado a otro, un tanto nerviosa. Impaciente.
Querida chica del abrigo rojo, te perdiste. Cruzaste la esquina y te perdí de vista. Pero no te he olvidado.

Querida chica del abrigo rojo. Sólo quiero que sepas que no tienes que hacerte la dura cuando te cruces conmigo. No tienes que hablar mal para tratar de intimidarme y que así no me acerque a ti con malas intenciones. No tienes que apretar el bolso contra tu costado porque no trataré de quitártelo. No tienes que vigilar cada uno de mis movimientos por el rabillo del ojo porque no te asaltaré al menor descuido. No tienes que aligerar el paso porque no iré tras de ti.
Querida chica del abrigo rojo. Lamento que por culpa de algunos impresentables tengas que recurrir a esas artimañas a la hora recorrer a solas las calles de cualquier ciudad o pueblo. Que no puedas sentirte cómoda o ir con cierta libertad y desasosiego.
Querida chica del abrigo rojo. Algún día podrás caminar a solas de noche sin miedo. Te lo prometo.

jueves, 17 de noviembre de 2016

Detrás de "Adiós, amor"

El poso que deja el paso del tiempo, así como la distancia tomada desde entonces, me permiten tratar este tema con la sinceridad y el realismo necesarios para reflejar y transmitir mis sensaciones al respecto.

Hace tiempo, bastante, comencé a escribir un guión titulado "Adiós, amor". La idea era crear un personaje y enmarcarlo en un contexto apropiado para visibilizar y explotar el talento, tanto en la interpretación como en el ámbito musical, de mi prima Andrea Murillo, a la que considero una persona con un potencial extraordinario bruto. Del mismo modo, con este guión, pretendía hacer una crítica sobre un tema siempre en el candelero.
Todo marchaba según lo previsto. A mi prima le gustó el guión y lo que representaba, mi tía Patro Casasola (su madre) nos cedió una vez más su casa para localizar allí la historia y grabar. Incluso llegamos a hacer unos primeros ensayos; trabajamos juntos el personaje. Tenía ya el guión técnico listo. Sólo, únicamente, nos quedaba grabarlo. Pero las cosas del destino, los cambios de rumbo que parecen llevarnos hacia el lugar al que debemos ir, hicieron que regresara a Madrid y que el proyecto entrara en un modo de hibernación a la espera de ser rescatado en un momento más apropiado.
Ya estando en Madrid me embarqué en el que sería mi primer proyecto audiovisual junto con David Díaz tras mi vuelta a la gran ciudad. Fue en ese momento en el que conocí a la actriz Belén Jurado. No sólo pude percibir su potencial artístico sino que vi en ella al personaje de la historia que debía relatarse en "Adiós, amor". No le hablé del proyecto, tan sólo reescribí el guión casi por completo (a excepción de la primera secuencia, que se mantiene exactamente igual desde la primera versión) y, una vez hecho esto, le hablé sobre el guión. Nada más leerlo le entusiasmó la idea y ya desde el comienzo se mostró interesada y colaborativa en todo momento. No era para menos, ya que el personaje estaba inspirado en ella.
Debo reconocer que, desde el comienzo, tenía pensado dirigirlo yo mismo. Tenía claro los tipos de planos, los movimientos de cámara, los efectos, cómo quería representarlo en pantalla. La historia que había escrito se había formado en imágenes en mi cabeza de una forma clara y concisa. Pero, tras leer el guión varias veces, comprendí que yo no debía contar esa historia con imágenes. No. Debía ser alguien ajeno a mí quien le diera su propio significado y le aportara esa sensibilidad, esa fuerza y contundencia que quizá yo no le podría dar. Entonces conocí a Nuria Ferrer, una creadora audiovisual con la que comencé a trabajar en un par de proyectos interesantes y a la que pude ver en acción en más de una ocasión antes de decidirme a dar el paso definitivo.
Vi la habilidad de Nuria con la cámara. Su creatividad a la hora de componer planos, su agilidad y perspicacia al crear, tanto en la acción propia de grabar como en la edición. Incluso había dirigido ya y tenía cierta experiencia. Y lo más importante, tenía las ganas y el ímpetu de alguien que sabe que aún le queda mucho por hacer, por descubrir. Y percibí con claridad su ilusión por volver a dirigir. Comprendí que debía ser ella; que ella le podría dar un total sentido al guión.
No recuerdo muy bien cuándo se lo propuse, pero sí recuerdo que aceptó de inmediato mi petición. No tardamos demasiado en ponernos manos a la obra. Me pidió que yo fuera su ayudante de dirección y acepté sin vacilar. La preproducción fue breve e intensa, conseguimos juntar un equipo humano técnico y artístico extraordinario que se volcó desde el primer instante para que la producción de este proyecto fuera todo un éxito. Y, salvando algunos inconvenientes propios del oficio, todo salió a pedir de boca. Todo marchó según lo previsto y sin inconvenientes reseñables.

Alguien me preguntó antes de la fase de producción si estaba seguro de ceder semejante historia a otra persona para que la dirigiera. Si sería capaz de aceptar órdenes sin involucrarme demasiado en la creación cinematográfica del guión. Le contesté que sería difícil pero que era lo mejor para la historia, que quería que fuera así. No podía ser de otra manera. Ya estaba decidido y aceptaba de buen agrado todas las consecuencias.
De todas formas, debo confesar que Nuria desde el comienzo mostró una visión muy igual a la mía sobre cómo debía realizarse el cortometraje y sobre qué sentido había que dar al mismo. Esto facilitó mucho las cosas, aunque reconozco que en algunos momentos me entrometí demasiado, más de lo que debiera, a causa de mi naturaleza y de la del propio proyecto. Nuria y yo coincidíamos en las claves, y eso me hizo comprender que había tomado la decisión apropiada.

Estoy convencido de que el resultado final será un producto de calidad que llamará la atención y logrará el propósito con el que se creó. Removerá conciencias y dará visibilidad a un problema que la sociedad sufre y el propio sistema permite.
En cuanto a lo que esta experiencia ha supuesto para mí... Fue grato ver cómo algo que he escrito cobra vida en las manos de otra persona, cómo le da su propio sentido sumando a lo que ya existe y complementándolo de una forma excepcional. Una experiencia única que será algo que me encantará repetir en un futuro.
De igual forma, quiero aprovechar estas líneas para agradecer a todo el equipo humano técnico y artístico su implicación en este proyecto y su gran labor para lograr un resultado final digno y de calidad. Y en especial a Nuria por aceptar mi petición y dar vida a mis palabras. De igual modo, agradecer a David su implicación y todo lo que hizo por facilitarnos el trabajo.

Espero que pronto todos puedan disfrutar de este cortometraje. Les aseguro que no dejará indiferente a nadie.