Nada hace presagiar que vaya a ocurrir algo. En
principio, es un día más en el que todo transcurre con la exasperante rutina de
siempre, y es entonces, sin previo aviso, cuando
vives uno de esos momentos en los que se te hace un nudo en la garganta y
sientes que algo se derrumba dentro de ti. Te sientes desconcertado, e incluso,
algo ebrio. Es como cuando vives algo con tanta intensidad que llega a superarte.
Es el instante en el que dudas de que todo lo que estás viviendo sea real, y
cuando logras concienciarte de que así es, el golpe que recibes es tan fuerte
que consigue desorientarte.
El olor de los cirios consumiéndose
gobernaba la estancia junto al incesante murmullo de todos cuantos allí había.
Apoyado en el cristal, contemplaba su rostro. Un rostro apacible, ajeno a todo.
Como el de aquel que duerme con la certeza de que ya no le queda nada más por
hacer.
Alguien se acercó a mí, no recuerdo muy bien quién. Se inclinó para susurrarme algo. Sus palabras vinieron acompañadas por el intenso aroma de su perfume. Después se marchó y permanecí allí, inmóvil, durante un instante más, inmerso en mis vacios pensamientos.
Alguien se acercó a mí, no recuerdo muy bien quién. Se inclinó para susurrarme algo. Sus palabras vinieron acompañadas por el intenso aroma de su perfume. Después se marchó y permanecí allí, inmóvil, durante un instante más, inmerso en mis vacios pensamientos.
Debí hacer caso a aquellas palabras y
salir de allí, aunque tan sólo fuera por un instante. Pero era yo mismo quien
me lo impedía. Quería permanecer allí un poco más. Rememorando con alegría
ciertos momentos; arrepintiéndome de otros tantos. Y es que es eso mismo lo que
nos proporciona la pérdida de una persona. Una irremediable avalancha de
recuerdos e imágenes, de sonidos y olores. De todo cuanto esa persona nos hizo
vivir o sentir. De un arrepentimiento tan profundo e incontrolable que puede
llegar a asfixiar.
Salí de la pequeña sala unas horas
después. Era más que necesario para mí renovar el aire de mis pulmones. Vi mi
reflejo en los ojos de las personas que esperaban fuera. Hice caso omiso a sus
palabras, a sus gestos. Sólo quería seguir mi camino y abandonar aquello,
continuar precipitándome en el vacío de mis pensamientos. Entonces ella alargó
su mano y me asió por el brazo.
Sabía que era ella por el tacto de su
piel. Por la suavidad con la que sus dedos se apretaban en mi brazo. Por su
olor. Y fue entonces cuando me sentí a salvo. Cuando la luz volvió a encenderse
y todo desapareció. No pude hacer otra cosa que cerrar los ojos y sentir cómo
unas diminutas lágrimas corrían por mi rostro, mientras un frio inesperado me
calaba los huesos. Y sentí una sensación extraña de bienestar sobre la que se
abatía una tristeza profunda e irremediable. Sentimientos tan lejanos
encontrados en mí.
Me derrumbé sobre la silla y los dos nos
mantuvimos en silencio. Con sólo mirarme podía ver lo que se hallaba dentro de
mí. Era un don que la había acompañado durante siempre. Algo que apreciaba
considerablemente.
Entre sus manos guió mi cabeza hacia su
pecho, y no hice nada por evitarlo, sólo me dejé llevar. Sentí los latidos de
su corazón. Lentos pero fuertes, retumbaban en todo su pecho como la imparable
melodía de un reloj. Me sentía a salvo, como tantas veces cuando me abrazaba.
Sólo ella conseguía provocar ese sentimiento en mí. Y sólo cuando lo creyó
oportuno me dejó marchar.
Tomé la salida, ya más calmado pero aún
vacío por dentro. De nuevo, aparecían rostros conocidos, acompañados de más
palabras vacías que se hincaban en mi cabeza como un clavo ardiendo. Busqué la
salida aún estando fuera, lo necesitaba. Comencé a caminar, y así, cuando quise
percatarme de ello, me encontraba tan lejos que aunque quisiera no podría
escuchar sus voces. Y allí estaba, solo, en un inmenso lugar alejado de todo y
de todos. Donde sólo la tristeza me hacía compañía y donde los recuerdos
consiguieron encontrarme. Una vez más, una avalancha de imágenes y sonidos me
asaltó, dejándome caer de rodillas al suelo y llenando mis ojos de lágrimas. Y
yo seguía haciéndome preguntas estúpidas a las que nadie podría contestar.
Asustado y a la vez enfadado. Y es que me destrozaba el alma saber que ya no
volvería a existir, que todo quedaba atrás y que pasaría a ser un recuerdo más,
como otros tantos.
De repente, sin previo aviso, la
oscuridad se apoderó de todo. Pero no sentí temor alguno, todo permanecía en
calma y una paz absoluta me abrazó. Alcé la vista y pude contemplar una figura
alargada. Sentí calor en el rostro acompañado de unas palabras: -No temas, todo
estará bien.
A todos aquellos que me dejaron,
pero que siempre estarán ahí.
pero que siempre estarán ahí.