Aquel bramido me despertó. Me
incorporé en la cama, con el rostro desencajado y empapado en sudor. Tenía los
ojos bien abiertos y trataba de llevar todo el aire posible a mis pulmones. Por
un momento olvidé dónde estaba y tuve que mirar a mi alrededor para recordarlo.
Aquel lugar me resultaba familiar y ajeno al mismo tiempo. Estaba confuso. Algo
sucedía, aunque no tenía demasiado claro de qué se trataba.
Ella se movió a mi lado y eso me
tranquilizó, al menos en parte. Todo parecía estar bien. Fue entonces cuando
aquel estruendo consiguió sobresaltarme una vez más. Un bramido, bronco y
ensordecedor. Me mantuve en total quietud, sentado en la cama y pensando en lo
que podría ser. De súbito caí en la cuenta de lo que se trataba. El camión. ¡Maldita
sea! Había olvidado que llegaba el camión.
Salté de la cama y me vestí tan
rápido como me lo permitieron los nervios. Ella se despertó y me miró con los
ojos entrecerrados, tumbada boca abajo. Yo sólo pude sonreír. Había soñado con
ella esa noche, como otras tantas desde que la conocí.
Una vez me calcé mis viejas
zapatillas, salí por la puerta y el sol de un nuevo día me golpeó la cara con
tal fuerza que me vi obligado a cerrar los ojos. Caminé hacia delante, un tanto
desorientado y cubriendo con mi mano el sol. En la lejanía vi a mi padre, que
trataba de llamar mi atención. Señalaba con insistencia un gran portón, tras el
cual se adivinaba la silueta del camión. Tan pronto como vi a mi hermano tirar
con brusquedad de una de las hojas, yo corrí hacia la otra y comencé a tirar
con fuerza. Juntos no tardamos en abrir el portón.
El camión pasó raudo, levantando
una gran polvareda. Y tan pronto como pudimos, nos dispusimos a cerrar las
puertas. Cuando el metal golpeó contra el metal, mi hermano sonrió. Era una
victoria, sin lugar a dudas lo era. Siempre lo era.
Nos dirigimos con paso ligero
hacia el camión. Debíamos descargarlo tan rápido como fuera posible, pues
aquello que nos mantenía encerrados en aquella prisión a cielo descubierto no
tardaría en asaltarnos. No sabíamos a ciencia cierta qué era lo que les atraía.
Quizá el olor, nuestro olor. Quizá nuestro miedo. Podían olerlo, estaba seguro
de eso. Fuera lo que fuere nos tenían atormentados, pues éramos conscientes de
que podrían saltar los muros en cualquier momento. Y aquel era uno de esos
momentos en los que más vulnerables éramos a sus ataques.
Las puertas traseras se abrieron
a nuestra llegada, y un hombre corpulento, vestido de un blanco impoluto,
apareció dentro. Comenzó a lanzar cajas cargadas con la mercancía para que las
bajáramos con inmediatez. Era lo que necesitábamos para sobrevivir durante al
menos una semana. No tardamos más de diez minutos en descargar todo cuanto nos correspondía. Fue un trabajo
rápido y eficaz, tal y como le gustaba a mi padre.
Todo había salido según lo
planeado. Un rotundo éxito. Chocamos nuestras manos en señal de victoria
mientras preparaban el camión para su marcha. Ya había comenzado a dar la
vuelta para dirigirse hacia el portón cuando la vi salir del pequeño barracón,
y empleando su mano a modo de visera, recorrió el lugar en mi busca. Levanté la
mano para indicarle dónde estaba y nuestros ojos se encontraron. Ella me dedicó
una de sus arrebatadoras sonrisas y yo no pude hacer otra cosa que
corresponderle con otra.
Comenzó a acercarse hacia
nosotros cuando echamos a correr hacia el portón. Lo abrimos con rapidez, una
vez más, para que saliera el camión. Todo permanecía en un silencio incómodo,
roto tan sólo por el rugido del motor. Algo malo se avecinaba. Podía sentir esa
sensación de angustia sacudiéndome. Quizá habíamos cantado victoria demasiado
pronto.
Fue algo fugaz. Tan rápido que
apenas nos dio tiempo a reaccionar. Se me estremeció el alma cuando vi saltar
una de esas cosas por encima del muro. Tanto mi hermano como yo empujamos cada
hoja del portón hasta que éstas golpearon con el tope. Corrí el pesado cerrojo
y corrí en su dirección. Debía llegar a ella antes de que esa cosa lo hiciera.
El caos y el miedo se apoderaron
de nuestro humilde campamento. Todos corrían hacia la seguridad de sus
barracones. Vi a mi padre hacerlo, y a mi hermano. Más de esas cosas saltaron
dentro. Algunos se quedaron a puertas de la salvación, otros tuvieron mejor
fortuna. Yo debía conseguirlo. Así que corrí con todas mis fuerzas. Corrí.
Corrí. Corrí. Y mientras lo hacía, pude sentir el aliento de una de esas
alimañas en la nuca. Lo tenía cerca. Demasiado cerca.
Ella llegó a la puerta a tiempo
y la abrió. Me esperó angustiada bajo el marco. Vi en su rostro la
preocupación, el miedo. Pensé en rendirme, dejarme caer y permitir que esa cosa
me destrozara. Al menos moriría sabiendo que ella estaba a salvo. Pero seguí
corriendo. No me rendí. No podía dejarla sola en un mundo como ese.
Apenas me quedaban unos pasos
cuando me tiré hacia ella, y en un abrazo salvador la empujé dentro del
barracón. Caímos al suelo estrepitosamente y raudo me levanté para empujar la
puerta ante aquella cosa.
No entraría. No sabía
exactamente por qué, pero no lo haría. Allí estábamos a salvo. Y al fin me
sentí en paz. Como en casa.