Complacidos mis sentidos y apaciguado mi ánimo, atravesé la Plaza de Oriente para llegar a Sol por la transitada calle Arenal. Llevaba los cascos puestos, como de costumbre, y me movía rápido entre la muchedumbre al son de la música que estos me entregaban. No tardé en llegar al corazón de todo un país que había entregado tantas historias, tantos momentos. Un lugar emblemático que bullía con el ir y venir de la gente que se paraban a ver el efímero espectáculo que ofrecían los artistas de la calle.
Mis pasos no se detuvieron demasiado allí. Tomé la viva calle Preciados hasta dar con la magnífica Callao, robando, como casi siempre, el protagonismo a la siempre brillante Gran Vía. Debía haber algún evento en el teatro que lleva su nombre. No lo sé. Lo cierto es que no me reparé demasiado en ello.
Después de haber alzado la vista hacia los altos edificios del lugar, decidí continuar mi camino. Raudo, contagiado por el frenético caminar de quienes me rodeaban, transité la famosa Gran Vía madrileña dejando atrás teatros, cafés, comercios y personajes ilustres, y no tanto, que por allí suelen deambular. Creo que sonreí al encontrarme con Cibeles y contemplar los majestuosos edificios que allí se alzan. El palacio de Linares servía como fondo para una fotografía espectacular que a ojos de cualquiera puede resultar un privilegio observar.
No era muy tarde, pero decidí volver sobre mis pasos hasta Callao. La caída del sol se estaba produciendo cuando decidí que era el momento oportuno para ver el atardecer desde uno de esos lugares que te regala la ciudad para tales fines. Y fue esa decisión la que me llevó a vivir una de esas experiencias que, no es que te cambien, pero sí logran modificar en algo el ser de las personas.
Me encontraba a las puertas del famoso centro comercial sito en Preciados, dispuesto para subir a su novena planta y disfrutar de las vistas que ésta regala. Alguien entró por una de las puertas que daba acceso al centro comercial y no sujetó la puerta, golpeando a la persona que iba justo detrás. La persona calló al suelo. Puede parecer exagerado, una acción desmedida por parte de la persona que fue golpeada si no obviamos el detalle de que esta persona es ciega y no vio la puerta venir.
El hombre, aturdido por el golpe y desorientado por la caída, movía las manos por el suelo buscando sus gafas oscuras y su bastón. Una acción que me retrotrajo a una situación que, más o menos parecida, viví en su día y que me hizo empatizar con esta persona. Enseguida tomé del suelo las gafas y el bastón y, poniendo la mano sobre su hombro, le dije que no se preocupara, que yo los tenía. Por supuesto le ayudé a levantarse. Nadie más hizo nada salvo acercarse a preguntarle si se encontraba bien. Nadie esperó; todos tenían demasiada prisa.
Yo, por mi parte, aún con el bastón y sus gafas en mi poder, me acerqué a él, tomé su mano y se los di, sabiendo que para él eran sus ojos y la máscara con la que quizá trataba de tapar su desgracia para evitar miradas impertinentes. Pero yo sí le miré a los ojos. Los movía con rapidez, quizá intentado ubicar algo con la vista que no podía ver. Un reflejo innato que mantenía después de todo. Se puso las gafas de inmediato mientras, un tanto nervioso y avergonzado, me daba las gracias.
Abrí la puerta y entramos juntos. "¿Dónde vas?", le pregunté. "A la novena", contestó él. Fuimos juntos hasta el ascensor y pese a que le ofrecí mi ayuda llevándole del brazo, extendió su bastón y sonriendo me dijo: "No te molestes, yo puedo." Yo puedo. ¡Qué poder otorga esa frase! Debo reconocer que no le ofrecí mi ayuda porque le viera incapaz de llegar al ascensor sino más bien por puro reflejo. Por ese instinto inculcado por la educación que me dieron mis padres de ayudar a los demás.
Una vez llegamos a la novena planta en un ascensor abarrotado, él fue quien tomó mi brazo y con voz clara y rotunda me dijo que me invitaba a tomar una cerveza donde "El Perro". ¡Vaya! Justo al lugar al que yo iba.
Ya frente a la cerveza mantuvimos una interesante conversación en la que me contó que una enfermedad degenerativa de la retina le había privado de la vista poco a poco. Hacía unos 12 años que era invidente y, pese a que había conseguido manejarse bastante bien, aún se estaba adaptando. Me dijo que le ofrecieron un perro guía, incluso una especie de asistente los primeros meses que le ayudara hasta que se adaptase a su nueva situación, pero él los negó. "¿Y qué iba a hacer cuando no tuviera a nadie que pudiera ayudarme? Tenía que aprender valerme por mí mismo o dependería de alguien lo que me quedara de vida." Me contó que vivía solo. Sus padres ya habían fallecido, era hijo único y no tenía ni pareja ni hijos. También me dijo, con cierta tristeza, que tan sólo le quedaban un par de buenos amigos en los que confiar. El resto le había ido abandonando a medida que la enfermedad iba avanzando privándole de la vista. "Supongo que la mayoría pensó que no les podría seguir el paso, así que empezaron a hacer planes sin mí y cada vez nos fuimos distanciando más hasta ese punto en el que dejamos de hablarnos." Continuamos hablando sobre temas tan dispares como el trabajo, la música, el fútbol e incluso de cine. Era un gran cinéfilo pese a estar ciego. "Quizá me pierdo gran parte de la información de una película por un lado pero la recupero por otro. La disfruto de otra manera." Le gustaba el cine de acción y el bélico porque por los sonidos se imaginaba cómo podrían ser esas peleas o batallas que no podía ver.
Acabadas nuestras cervezas, sacó su pequeña cartera y tanteó con los dedos el dinero que le había pedido el camarero. Me resultó fascinante ver cómo lo hacía. Cómo pasaba sus dedos por los billetes y por el canto de las monedas de tal forma que parecía que lo estaba viendo.
El sol ya casi se había ocultado en el horizonte cuando le dije, sin haber caído en la cuenta de lo desafortunado de mi comentario, que me acompañara al mirado a ver desde allí la puesta de sol. Ante mi incómodo e inmediato silencio, él comenzó a reírse y aceptó acompañarme.
Ya ante el ventanal, con una vistas panorámicas impresionantes de la ciudad frente a nosotros, le confesé que yo también tenía problemas de vista y que mi mayor miedo era quedarme ciego. Él se quedó en silencio durante un instante y luego me dijo que quedarse ciego no suponía el fin sino un nuevo comienzo, que sólo había que aceptarlo y adaptarse. "Todas las mañanas, frente al espejo de mi casa, el espejo en el que me había mirando tantas veces, me decía: ¡Yo puedo!" Me dijo que, pese a que sus amigos le habían dado la espalda, él no había dejado de hacer todo aquello que le gustaba. No ver no sería un impedimento para disfrutar de las cosas buenas que puede ofrecer la vida.
Una vez el día dio paso a la noche, nos dirigimos de nuevo al ascensor y bajamos a la primera planta. Allí, justo antes de despedirse de mí, me preguntó si podría tocarme la cara para saber cómo era. Pese a que en un principio pensé que podría resultar incómodo, acepté porque también debía ser toda una experiencia que alguien te mirara a través de sus manos. Me quité las gafas y, con suma delicadeza, más de la que nadie había empleado nunca para tocarme, posó sus manos sobre mi cara y comenzó a tantearla con los dedos. Debo reconocer que fue una de esas sensaciones que se deben tener al menos una vez en la vida. Al término me dijo sonriendo que era tal cuál imaginaba. Luego, se despidió de mí con un fuerte apretón de manos, una gran sonrisa y un ¡Hasta la vista!.
Fue volviendo a casa cuando tuve oportunidad de meditar sobre mi conversación con aquel hombre. Algo hizo "click" en mí. No sólo me había invitado a tomar una cerveza sino que me había dado una lección que necesitaba aprender. No debía ahogarme en los vasos de agua que yo mismo llenaba. Tenía que disfrutar de todo lo que se me ofrecía sin más. Debía hacer planes, cumplir objetivos y tratar de ser feliz con todo cuanto tenía y había conseguido. Y desde ese momento, siempre que me tengo que enfrentar a una situación difícil pienso: ¡Yo puedo! Y puedo. Y lo consigo. No con el fin de demostrar nada a nadie sino para sentirme bien y orgulloso de mí mismo.
No hay que tener miedo al cambio. Todos los comienzos son difíciles. Y todos podemos superar cualquier reto sea cual sea.
Pese a que he ido mucho por allí no he vuelto a tener la suerte de coincidir con él, pero ojalá, espero, algún día, nos volvamos a ver.
Ya frente a la cerveza mantuvimos una interesante conversación en la que me contó que una enfermedad degenerativa de la retina le había privado de la vista poco a poco. Hacía unos 12 años que era invidente y, pese a que había conseguido manejarse bastante bien, aún se estaba adaptando. Me dijo que le ofrecieron un perro guía, incluso una especie de asistente los primeros meses que le ayudara hasta que se adaptase a su nueva situación, pero él los negó. "¿Y qué iba a hacer cuando no tuviera a nadie que pudiera ayudarme? Tenía que aprender valerme por mí mismo o dependería de alguien lo que me quedara de vida." Me contó que vivía solo. Sus padres ya habían fallecido, era hijo único y no tenía ni pareja ni hijos. También me dijo, con cierta tristeza, que tan sólo le quedaban un par de buenos amigos en los que confiar. El resto le había ido abandonando a medida que la enfermedad iba avanzando privándole de la vista. "Supongo que la mayoría pensó que no les podría seguir el paso, así que empezaron a hacer planes sin mí y cada vez nos fuimos distanciando más hasta ese punto en el que dejamos de hablarnos." Continuamos hablando sobre temas tan dispares como el trabajo, la música, el fútbol e incluso de cine. Era un gran cinéfilo pese a estar ciego. "Quizá me pierdo gran parte de la información de una película por un lado pero la recupero por otro. La disfruto de otra manera." Le gustaba el cine de acción y el bélico porque por los sonidos se imaginaba cómo podrían ser esas peleas o batallas que no podía ver.
Acabadas nuestras cervezas, sacó su pequeña cartera y tanteó con los dedos el dinero que le había pedido el camarero. Me resultó fascinante ver cómo lo hacía. Cómo pasaba sus dedos por los billetes y por el canto de las monedas de tal forma que parecía que lo estaba viendo.
El sol ya casi se había ocultado en el horizonte cuando le dije, sin haber caído en la cuenta de lo desafortunado de mi comentario, que me acompañara al mirado a ver desde allí la puesta de sol. Ante mi incómodo e inmediato silencio, él comenzó a reírse y aceptó acompañarme.
Ya ante el ventanal, con una vistas panorámicas impresionantes de la ciudad frente a nosotros, le confesé que yo también tenía problemas de vista y que mi mayor miedo era quedarme ciego. Él se quedó en silencio durante un instante y luego me dijo que quedarse ciego no suponía el fin sino un nuevo comienzo, que sólo había que aceptarlo y adaptarse. "Todas las mañanas, frente al espejo de mi casa, el espejo en el que me había mirando tantas veces, me decía: ¡Yo puedo!" Me dijo que, pese a que sus amigos le habían dado la espalda, él no había dejado de hacer todo aquello que le gustaba. No ver no sería un impedimento para disfrutar de las cosas buenas que puede ofrecer la vida.
Una vez el día dio paso a la noche, nos dirigimos de nuevo al ascensor y bajamos a la primera planta. Allí, justo antes de despedirse de mí, me preguntó si podría tocarme la cara para saber cómo era. Pese a que en un principio pensé que podría resultar incómodo, acepté porque también debía ser toda una experiencia que alguien te mirara a través de sus manos. Me quité las gafas y, con suma delicadeza, más de la que nadie había empleado nunca para tocarme, posó sus manos sobre mi cara y comenzó a tantearla con los dedos. Debo reconocer que fue una de esas sensaciones que se deben tener al menos una vez en la vida. Al término me dijo sonriendo que era tal cuál imaginaba. Luego, se despidió de mí con un fuerte apretón de manos, una gran sonrisa y un ¡Hasta la vista!.
Fue volviendo a casa cuando tuve oportunidad de meditar sobre mi conversación con aquel hombre. Algo hizo "click" en mí. No sólo me había invitado a tomar una cerveza sino que me había dado una lección que necesitaba aprender. No debía ahogarme en los vasos de agua que yo mismo llenaba. Tenía que disfrutar de todo lo que se me ofrecía sin más. Debía hacer planes, cumplir objetivos y tratar de ser feliz con todo cuanto tenía y había conseguido. Y desde ese momento, siempre que me tengo que enfrentar a una situación difícil pienso: ¡Yo puedo! Y puedo. Y lo consigo. No con el fin de demostrar nada a nadie sino para sentirme bien y orgulloso de mí mismo.
No hay que tener miedo al cambio. Todos los comienzos son difíciles. Y todos podemos superar cualquier reto sea cual sea.
Pese a que he ido mucho por allí no he vuelto a tener la suerte de coincidir con él, pero ojalá, espero, algún día, nos volvamos a ver.